En Chile, la desprotección del ciclista es una realidad. Unos más, otros menos, todos simplemente nos sentimos vulnerables, propensos o cercanos a sufrir en cualquier momento un siniestro vial -seamos o no sus causantes-, un robo, pinchazo o víctimas de algún desperfecto insalvable que nos deje tirados a mitad de camino.
Sin exagerar, la realidad nos indica que debemos lidiar con una sociedad donde predomina el egoísmo y el individualismo, impuestos por años, marcados a fuego; una conducta que va de la mano con el permanente espíritu de competencia, de medición de fuerzas, antes que de colaboración y solidaridad.
Sucede que circulamos bajo las reglas de una legislación feble, que si bien favorece ampliamente el uso de la bicicleta -e incluso le dedica un capítulo entero en su última modificación, la Ley de Convivencia Vial-, aún adolece de dos puntos que la debilitan: escasa difusión y mínima o muy limitada fiscalización. Esto último, a pesar de los esfuerzos y los discursos comprometidos de nuestras autoridades, en quienes por cierto confiamos o queremos confiar, pensando que en el mejor de los casos, trabajarán duro para cambiar el escenario. Aunque hasta ahora, a pesar de los años y las discusiones, aún no tenemos aprobada y en marcha la Ley CATI, que crea un Centro Automatizado de Tratamiento de Infracciones, medida que en todo el mundo – ya fue testeado y existen cifras- reduce en un 30% las muertes por exceso de velocidad, un plan de prevención e información adecuadas, no violentado por el castigo o la cámara oculta, sino un plan que se basa en la persuasión, confiando en que ésta, con el tiempo, modificará la conducta vial y la inclinará hacia una cultura que prioriza por la vida.
No obstante todo lo anterior, a pesar de tantos desincentivos, diariamente se realzan más de un millón de viajes en bicicleta solo en Santiago, y más de dos millones en todo Chile, lo que quiere decir que la tendencia es más fuerte que la percepción de riesgo y que las ganas de pedalear superan los temores de hacerlo.
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